Drones en casa
Ahora están listos para el despegue en el ámbito civil.
Jueves 04 de
Abril 2013
Los aviones no tripulados han demostrado su potencial militar
En las afueras de Grand Junction, Colorado, junto a un campo de alfalfa ya segada y puesta a secar, Derek Johnson, el ayudante del sheriff, mira con los ojos entrecerrados un punto que se desplaza por el cielo brillante y brumoso. No es un buitre ni un cuervo, sino un Falcon: una nueva marca de vehículo aéreo no tripulado (o drone) que el propio Johnson pilota a distancia. La oficina del sheriff del condado de Mesa, una extensión de granjas y ranchos rodeada de montañas, está evaluando el potencial del Falcon para localizar excursionistas perdidos y delincuentes fugados. Ante Johnson, un ordenador portátil muestra las imágenes titilantes de una autopista cercana enviadas por el drone.
Detrás, observando cómo Johnson vigila el Falcon, está su diseñador, Chris Miser. Este excapitán de la Fuerza Aérea estadounidense trabajó en el desarrollo de drones militares hasta que en 2007 fundó su propia empresa en Aurora, Colorado. El Falcon tiene dos metros y medio de envergadura alar, pero solo pesa cuatro kilos. Propulsado por un motor eléctrico, lleva dos cámaras rotatorias, una normal y otra infrarroja, y un piloto automático guiado por GPS. Es tan sofisticado que su exportación fuera de Estados Unidos exige una autorización oficial. El Falcon, asegura Miser, es más o menos comparable al Raven, un drone militar de lanzamiento manual, solo que mucho más barato. Miser prevé vender dos drones y sus equipos auxiliares correspondientes al precio de un coche patrulla.
Una ley sancionada por el presidente Obama en febrero de 2012 ordena a la Administración Federal de Aviación (FAA) abrir sin reservas el espacio aéreo estadounidense a los drones antes del 30 de septiembre de 2015. Pero por ahora el condado de Mesa, con sus cielos libres de tráfico, es una de las contadas jurisdicciones con autorización de la FAA para operarlos. La oficina del sheriff cuenta con un helicóptero no tripulado de un metro de envergadura, el Draganflyer, con una autonomía de vuelo de hasta 20 minutos.
El Falcon puede volar una hora entera y es fácil de pilotar. «Introduces las coordenadas y el aparato va solo», dice Benjamin Miller, responsable del programa de aeronaves no tripuladas de la oficina del sheriff. Para dirigirlo, Johnson teclea en el portátil la altura y la velocidad deseadas y hace clic sobre los objetivos en un mapa digital; el piloto automático se encarga del resto. Para despegar, solo hay que lanzar la aeronave al aire con la mano. Un acelerómetro pone en marcha la hélice cuando la nave ya ha levantado el vuelo, para no rebanar la mano del lanzador.
«Venga, dile que aterrice», dice Miser a Johnson. Cuando el ayudante del sheriff hace clic en el portátil, el Falcon inicia un brusco descenso, despliega un paracaídas de color naranja butano y toma tierra muy despacio, a escasos metros del punto marcado por Johnson con el ratón. «Esto el Raven no lo hace», dice Miser con orgullo.
Resultado del 11-S
Hace doce años el entusiasmo por los drones se restringía a dos colectivos. Uno, el de los aficionados al aeromodelismo. El otro, el de los militares, que llevaban a cabo misiones de vigilancia con aeronaves no tripuladas como el General Atomics Predator.
Entonces llegó el 11 de septiembre, seguido de la invasión de Afganistán e Iraq, y rápidamente los drones se convirtieron en un instrumento fundamental de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El Pentágono armó con misiles el Predator y otro avión no tripulado de mayor tamaño, el Reaper, para que sus pilotos (desde oficinas sitas en lugares como Nevada o Nueva York) pudiesen no solo espiar sino también destruir objetivos situados a miles de kilómetros de distancia. Las empresas aeronáuticas se lanzaron a fabricar drones más pequeños con chips informáticos cada vez más inteligentes y sensores cada vez más eficaces (primero cámaras, y posteriormente instrumentación para medir las partículas aerotransportadas: sustancias químicas, patógenos, materiales radiactivos).
De los menos de 200 drones militares que utilizaba en 2002, Estados Unidos usa hoy más de 11.000 en gran variedad de misiones, con un ahorro económico y de vidas humanas. En una generación podrían sustituir la mayoría de los aviones militares tripulados, dice John Pike, experto en defensa del think tank GlobalSecurity.org.
Hay por lo menos otros 50 países con drones en su haber, algunos de los cuales (China, Israel e Irán en primer lugar, pero también España) tienen sus propios fabricantes. Tanto empresas aeronáuticas como investigadores de universidades y de organismos públicos participan en el desarrollo de aeronaves de nueva generación, aparatos con tamaños que van desde polillas y colibríes robóticos hasta el Phantom Eye de Boeing, un mastodonte de 45 metros de envergadura que, alimentado con hidrógeno, es capaz de volar a 20.000 metros de altura durante un máximo de cuatro días.
Más de mil empresas, desde pequeñas start-ups como la de Miser hasta grandes compañías contratistas en el ámbito de la defensa, participan actualmente en el negocio de los drones, y algunas intentan virar hacia el mundo civil. Ya hay Predators ayudando a los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos a localizar contrabandistas e inmigrantes sin papeles que se cuelan en el país. Los Global Hawks de la NASA registran datos atmosféricos y estudian huracanes. Gracias a los drones los científicos han recopilado datos de volcanes en Costa Rica, yacimientos arqueológicos en Rusia y Perú e inundaciones en Dakota del Norte.
Hasta la fecha apenas una docena de departamentos policiales han solicitado a la FAA la autorización para operar drones. Pero los defensores de estas naves (que en general prefieren referirse a ellas como UAV, por las siglas en inglés de unmanned aerial vehicle: vehículo aéreo no tripulado) afirman que las 18.000 unidades de cuerpos y fuerzas de seguridad de Estados Unidos son clientes en potencia. Confían en que muy pronto los UAV serán también esenciales en la agricultura (para vigilar y fumigar los cultivos), la ganadería (para localizar ganado perdido), el periodismo (para «husmear» en actos públicos o en casas de famosos), la meteorología y el control del tráfico. «Queremos volar alto, si se me permite el chiste –dice Bill Borgia, ingeniero de Lockheed Martin–. En cuanto pongamos los UAV en manos de los posibles usuarios, serán ellos quienes ideen montones de aplicaciones fascinantes.»
El mayor obstáculo, se quejan los partidarios de los drones, es la actual normativa de la FAA, que impone severas restricciones de uso tanto a compañías privadas como a entidades públicas (aunque no a aficionados particulares). Incluso con una licencia de la FAA, los UAV no pueden volar por encima de 120 metros ni cerca de aeropuertos u otras zonas de tráfico aéreo intenso, y tienen que estar siempre a la vista de sus pilotos. Todo esto, sin embargo, podría cambiar con la nueva legislación, que exige a la FAA la «integración segura» de los UAV en el espacio aéreo estadounidense.
Si la FAA relaja la normativa, apunta Mark Brown, el mercado civil de los drones (y especialmente el de los drones pequeños, de bajo coste y utilidad práctica) podría muy pronto dejar atrás al militar, que en 2011 movió más de 3.000 millones de dólares. Brown, antiguo astronauta y ahora consultor aeroespacial radicado en Dayton, Ohio, se dedica a poner en contacto a fabricantes de drones con clientes potenciales.
Detrás, observando cómo Johnson vigila el Falcon, está su diseñador, Chris Miser. Este excapitán de la Fuerza Aérea estadounidense trabajó en el desarrollo de drones militares hasta que en 2007 fundó su propia empresa en Aurora, Colorado. El Falcon tiene dos metros y medio de envergadura alar, pero solo pesa cuatro kilos. Propulsado por un motor eléctrico, lleva dos cámaras rotatorias, una normal y otra infrarroja, y un piloto automático guiado por GPS. Es tan sofisticado que su exportación fuera de Estados Unidos exige una autorización oficial. El Falcon, asegura Miser, es más o menos comparable al Raven, un drone militar de lanzamiento manual, solo que mucho más barato. Miser prevé vender dos drones y sus equipos auxiliares correspondientes al precio de un coche patrulla.
Una ley sancionada por el presidente Obama en febrero de 2012 ordena a la Administración Federal de Aviación (FAA) abrir sin reservas el espacio aéreo estadounidense a los drones antes del 30 de septiembre de 2015. Pero por ahora el condado de Mesa, con sus cielos libres de tráfico, es una de las contadas jurisdicciones con autorización de la FAA para operarlos. La oficina del sheriff cuenta con un helicóptero no tripulado de un metro de envergadura, el Draganflyer, con una autonomía de vuelo de hasta 20 minutos.
El Falcon puede volar una hora entera y es fácil de pilotar. «Introduces las coordenadas y el aparato va solo», dice Benjamin Miller, responsable del programa de aeronaves no tripuladas de la oficina del sheriff. Para dirigirlo, Johnson teclea en el portátil la altura y la velocidad deseadas y hace clic sobre los objetivos en un mapa digital; el piloto automático se encarga del resto. Para despegar, solo hay que lanzar la aeronave al aire con la mano. Un acelerómetro pone en marcha la hélice cuando la nave ya ha levantado el vuelo, para no rebanar la mano del lanzador.
«Venga, dile que aterrice», dice Miser a Johnson. Cuando el ayudante del sheriff hace clic en el portátil, el Falcon inicia un brusco descenso, despliega un paracaídas de color naranja butano y toma tierra muy despacio, a escasos metros del punto marcado por Johnson con el ratón. «Esto el Raven no lo hace», dice Miser con orgullo.
Resultado del 11-S
Hace doce años el entusiasmo por los drones se restringía a dos colectivos. Uno, el de los aficionados al aeromodelismo. El otro, el de los militares, que llevaban a cabo misiones de vigilancia con aeronaves no tripuladas como el General Atomics Predator.
Entonces llegó el 11 de septiembre, seguido de la invasión de Afganistán e Iraq, y rápidamente los drones se convirtieron en un instrumento fundamental de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El Pentágono armó con misiles el Predator y otro avión no tripulado de mayor tamaño, el Reaper, para que sus pilotos (desde oficinas sitas en lugares como Nevada o Nueva York) pudiesen no solo espiar sino también destruir objetivos situados a miles de kilómetros de distancia. Las empresas aeronáuticas se lanzaron a fabricar drones más pequeños con chips informáticos cada vez más inteligentes y sensores cada vez más eficaces (primero cámaras, y posteriormente instrumentación para medir las partículas aerotransportadas: sustancias químicas, patógenos, materiales radiactivos).
De los menos de 200 drones militares que utilizaba en 2002, Estados Unidos usa hoy más de 11.000 en gran variedad de misiones, con un ahorro económico y de vidas humanas. En una generación podrían sustituir la mayoría de los aviones militares tripulados, dice John Pike, experto en defensa del think tank GlobalSecurity.org.
Hay por lo menos otros 50 países con drones en su haber, algunos de los cuales (China, Israel e Irán en primer lugar, pero también España) tienen sus propios fabricantes. Tanto empresas aeronáuticas como investigadores de universidades y de organismos públicos participan en el desarrollo de aeronaves de nueva generación, aparatos con tamaños que van desde polillas y colibríes robóticos hasta el Phantom Eye de Boeing, un mastodonte de 45 metros de envergadura que, alimentado con hidrógeno, es capaz de volar a 20.000 metros de altura durante un máximo de cuatro días.
Más de mil empresas, desde pequeñas start-ups como la de Miser hasta grandes compañías contratistas en el ámbito de la defensa, participan actualmente en el negocio de los drones, y algunas intentan virar hacia el mundo civil. Ya hay Predators ayudando a los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos a localizar contrabandistas e inmigrantes sin papeles que se cuelan en el país. Los Global Hawks de la NASA registran datos atmosféricos y estudian huracanes. Gracias a los drones los científicos han recopilado datos de volcanes en Costa Rica, yacimientos arqueológicos en Rusia y Perú e inundaciones en Dakota del Norte.
Hasta la fecha apenas una docena de departamentos policiales han solicitado a la FAA la autorización para operar drones. Pero los defensores de estas naves (que en general prefieren referirse a ellas como UAV, por las siglas en inglés de unmanned aerial vehicle: vehículo aéreo no tripulado) afirman que las 18.000 unidades de cuerpos y fuerzas de seguridad de Estados Unidos son clientes en potencia. Confían en que muy pronto los UAV serán también esenciales en la agricultura (para vigilar y fumigar los cultivos), la ganadería (para localizar ganado perdido), el periodismo (para «husmear» en actos públicos o en casas de famosos), la meteorología y el control del tráfico. «Queremos volar alto, si se me permite el chiste –dice Bill Borgia, ingeniero de Lockheed Martin–. En cuanto pongamos los UAV en manos de los posibles usuarios, serán ellos quienes ideen montones de aplicaciones fascinantes.»
El mayor obstáculo, se quejan los partidarios de los drones, es la actual normativa de la FAA, que impone severas restricciones de uso tanto a compañías privadas como a entidades públicas (aunque no a aficionados particulares). Incluso con una licencia de la FAA, los UAV no pueden volar por encima de 120 metros ni cerca de aeropuertos u otras zonas de tráfico aéreo intenso, y tienen que estar siempre a la vista de sus pilotos. Todo esto, sin embargo, podría cambiar con la nueva legislación, que exige a la FAA la «integración segura» de los UAV en el espacio aéreo estadounidense.
Si la FAA relaja la normativa, apunta Mark Brown, el mercado civil de los drones (y especialmente el de los drones pequeños, de bajo coste y utilidad práctica) podría muy pronto dejar atrás al militar, que en 2011 movió más de 3.000 millones de dólares. Brown, antiguo astronauta y ahora consultor aeroespacial radicado en Dayton, Ohio, se dedica a poner en contacto a fabricantes de drones con clientes potenciales.