La Argentina no necesita más héroes ni villanos
Por:
Eduardo Reina
Miércoles 23 de
Octubre 2024
La desconexión entre la política y la sociedad no es solo un problema de gestión, sino un fracaso moral. Hemos dejado de preguntarnos por el otro, por su sufrimiento concreto, y en su lugar hemos preferido alimentar relatos que anestesian nuestras conciencias.
En Argentina, el debate público se ha empobrecido. Vivimos tiempos en los que la política y los medios parecen haber perdido su función más esencial: interpretar y responder al dolor social, el debate público se ha empobrecido. Los temas que dominan los medios y las discusiones políticas están cada vez más alejados de las preocupaciones reales de la gente.
Esta fractura no solo es política; se extiende a toda la sociedad. El debate público se ha reducido a un teatro vacío, donde los protagonistas se disfrazan de héroes y villanos en un ciclo interminable de conflicto, este ruido ensordece la conversación que debería ocuparnos: la realidad de quienes, cada día, lidian con la pobreza, la soledad y el desamparo.
El filósofo alemán Theodor Adorno advertía sobre los peligros de un mundo donde las ideologías distraen de las necesidades reales de las personas, transformando el sufrimiento en espectáculo.
En Argentina, algo similar ocurre. Los líderes políticos no buscan resolver los problemas esenciales, sino consolidar sus relatos. Cristina Kirchner juega a ser víctima y adversaria a la vez, mientras Javier Milei, con su retórica incendiaria, parece encontrar placer en la confrontación. Mauricio Macri ya ensayó este mismo juego, pero su estrategia fracasó, devolviendo al país a un brutal kirchnerismo, representado por Alberto Fernández y su vergonzoso clan femenino
Todo esto se transforma en un ciclo donde los personajes se nutren unos de otros, prolongando su vigencia a costa del bienestar colectivo.
Mientras tanto, la realidad, implacable y brutal, sigue su curso. La inflación carcome los ingresos, el desempleo aumenta, y los jubilados —figuras que deberían encarnar el reposo merecido tras una vida de esfuerzo— apenas sobreviven. Muchos se ven obligados a saltar comidas o abandonar las prepagas que ya no pueden costear. La dignidad se diluye con cada privación, y la esperanza se convierte en un lujo reservado para quienes aún no han caído en la desesperación.
Simone Weil decía que la atención es la forma más pura de generosidad. En nuestra sociedad, esa atención está ausente. Quienes debieran representar los intereses de la mayoría están ocupados en discusiones autoreferenciales, ajenas a las preguntas que realmente importan: ¿Cómo comer? ¿Cómo acceder a la salud? ¿Cómo garantizar un futuro seguro? La desconexión entre la política y la sociedad no es solo un problema de gestión, sino un fracaso moral. Hemos dejado de preguntarnos por el otro, por su sufrimiento concreto, y en su lugar hemos preferido alimentar relatos que anestesian nuestras conciencias.
¿Qué significado tiene discutir sobre estrategias electorales o metáforas políticas cuando cada vez más personas deben elegir entre comer o pagar la luz? La política, que debería ser el arte de dar forma a un proyecto de vida común, se ha convertido en un espejo roto que solo refleja el ego de sus protagonistas.
Cerrar esta brecha no será tarea fácil. Requiere, ante todo, humildad. La Argentina no necesita más héroes ni villanos, sino estadistas que comprendan que gobernar es, ante todo, cuidar. Solo cuando la política y los medios se reconcilien con la realidad del sufrimiento humano, podremos aspirar a construir una sociedad más justa y solidaria.
Es momento de dejar atrás el teatro político y devolverle a la sociedad lo que más anhela: soluciones reales, respeto por la dignidad humana, y un futuro que no sea una promesa vacía, sino una posibilidad concreta. Porque si seguimos perdidos en debates sin sentido, corremos el riesgo de convertirnos en espectadores de nuestra propia decadencia.
Esta fractura no solo es política; se extiende a toda la sociedad. El debate público se ha reducido a un teatro vacío, donde los protagonistas se disfrazan de héroes y villanos en un ciclo interminable de conflicto, este ruido ensordece la conversación que debería ocuparnos: la realidad de quienes, cada día, lidian con la pobreza, la soledad y el desamparo.
El filósofo alemán Theodor Adorno advertía sobre los peligros de un mundo donde las ideologías distraen de las necesidades reales de las personas, transformando el sufrimiento en espectáculo.
En Argentina, algo similar ocurre. Los líderes políticos no buscan resolver los problemas esenciales, sino consolidar sus relatos. Cristina Kirchner juega a ser víctima y adversaria a la vez, mientras Javier Milei, con su retórica incendiaria, parece encontrar placer en la confrontación. Mauricio Macri ya ensayó este mismo juego, pero su estrategia fracasó, devolviendo al país a un brutal kirchnerismo, representado por Alberto Fernández y su vergonzoso clan femenino
Todo esto se transforma en un ciclo donde los personajes se nutren unos de otros, prolongando su vigencia a costa del bienestar colectivo.
Mientras tanto, la realidad, implacable y brutal, sigue su curso. La inflación carcome los ingresos, el desempleo aumenta, y los jubilados —figuras que deberían encarnar el reposo merecido tras una vida de esfuerzo— apenas sobreviven. Muchos se ven obligados a saltar comidas o abandonar las prepagas que ya no pueden costear. La dignidad se diluye con cada privación, y la esperanza se convierte en un lujo reservado para quienes aún no han caído en la desesperación.
Simone Weil decía que la atención es la forma más pura de generosidad. En nuestra sociedad, esa atención está ausente. Quienes debieran representar los intereses de la mayoría están ocupados en discusiones autoreferenciales, ajenas a las preguntas que realmente importan: ¿Cómo comer? ¿Cómo acceder a la salud? ¿Cómo garantizar un futuro seguro? La desconexión entre la política y la sociedad no es solo un problema de gestión, sino un fracaso moral. Hemos dejado de preguntarnos por el otro, por su sufrimiento concreto, y en su lugar hemos preferido alimentar relatos que anestesian nuestras conciencias.
¿Qué significado tiene discutir sobre estrategias electorales o metáforas políticas cuando cada vez más personas deben elegir entre comer o pagar la luz? La política, que debería ser el arte de dar forma a un proyecto de vida común, se ha convertido en un espejo roto que solo refleja el ego de sus protagonistas.
Cerrar esta brecha no será tarea fácil. Requiere, ante todo, humildad. La Argentina no necesita más héroes ni villanos, sino estadistas que comprendan que gobernar es, ante todo, cuidar. Solo cuando la política y los medios se reconcilien con la realidad del sufrimiento humano, podremos aspirar a construir una sociedad más justa y solidaria.
Es momento de dejar atrás el teatro político y devolverle a la sociedad lo que más anhela: soluciones reales, respeto por la dignidad humana, y un futuro que no sea una promesa vacía, sino una posibilidad concreta. Porque si seguimos perdidos en debates sin sentido, corremos el riesgo de convertirnos en espectadores de nuestra propia decadencia.