El colmo del cinismo
Por:
Carlos Pagni
Jueves 08 de
Agosto 2024
En la Casa Rosada festejan el calvario de Alberto Fernández; la oscura saga expuesta por Fabiola Yañez refuerza uno de los pilares de la comunicación del Gobierno: la herencia recibida fue horrorosa
La grave denuncia de Fabiola Yañez contra Alberto Fernández, acusándolo de maltratos físicos durante su convivencia en Olivos, está destinada a cifrarse en un expediente judicial frente al que el profesor de Derecho Penal sabrá defenderse. También se convertirá por un tiempo en insumo de la industria del escándalo. Al primer plano pasa, o debería pasar, el mensaje político que cobija esta amarga peripecia. La posibilidad de rescatar ese mensaje es el único beneficio que puede esperar la sociedad de la tóxica sordidez que vició la vida en Olivos durante la permanencia de la pareja en esa residencia.
La defección de Fernández respecto de valores que adornaron su retórica merece escasos comentarios. Si hay algo que no podría asombrar en la conducta del expresidente es la incoherencia, que acaba de llevar al extremo la doble moral. ¿O qué fue la reconciliación con Cristina Kirchner? Por eso esta vez el vicio sorprende sólo por el grado. A Yañez le cabe el amparo que merece toda víctima. Y a Fernández, la presunción de inocencia. Sí llama la atención un detalle. Ningún dirigente peronista, ni siquiera del círculo más cercano al acusado, reaccionó diciendo “no lo puedo creer, es imposible”. Las imputaciones fueron recibidas por los compañeros del expresidente con una suposición de verosimilitud que acentúan la sospecha.
Poner el foco en Fernández impide observar un fenómeno más relevante. El cinismo kirchnerista. La de la igualdad de género era la última bandera que le tocaba bastardear. No es una responsabilidad que se agote en Fernández. El doble estándar está mucho más extendido. Es obvio que las denuncias de Yañez, si se terminan verificando, dejarían al descubierto la hipocresía del Presidente que prometió liquidar al patriarcado. Pero la falsificación es más extensa. Fernández se suma a una lista demasiado larga de paladines del machismo. La integran, entre otros, José Alperovich, Fernando Espinoza, el exsenador camporista Jorge Romero y algún apóstol de la gramática inclusiva, como el profesor Pedro Brieger. Ninguno provocó un escándalo en las filas igualitarias del populismo. Las condenas fueron lacónicas. No se propusieron más que salvar la ropa.
La desfachatez de algunos ataques a Fernández vuelve más evidente esa duplicidad. Cuando todavía Yañez no había formulado su denuncia, la intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza, dictaminó que el expresidente “daba el tipo de maltratador”. En su momento, la misma Mendoza tuvo enormes dificultades para censurar el comportamiento de Fernando Espinoza, procesado por acoso sexual. Solidaridades de intendentes del conurbano. En realidad, las distracciones de Mendoza son más antiguas: en 2017 La Cámpora se vio sacudida porque varias militantes denunciaron la hostilidad machista de algunos dirigentes. Se quejaban de haber llevado su situación a la Mesa de Género sin obtener respuesta alguna. Esa mesa era presidida por Mendoza. El sablazo de la intendenta sobre Fernández llegó desde México. Imposible suponer que no fue supervisado por Cristina Kirchner, a quien Mendoza acompañaba. Quiere decir que con Fernández los feligreses de la expresidenta se encarnizaron más que con otros compañeros. Dicho de otro modo: la primera reacción del grupo ante las insinuaciones de Fabiola Yañez fue sacar provecho interno. Un típico caso de lawfare, pero doméstico.
Sería ingenuo alegar que el cinismo queda expuesto sólo con esta situación escandalosa. El kirchnerismo todavía debe explicar su doble estándar frente a toda la agenda de los derechos humanos. Cristina y Néstor Kirchner militaron sin chistar en las filas del partido que apoyó la autoamnistía de la dictadura, en una decisión apegada a la lógica: ese perdón abarcaba también los crímenes cometidos entre 1973 y 1976. Se trata del mismo PJ que se negó a integrar la Conadep. No debería escandalizar: Alicia Kirchner fue designada como funcionaria en Santa Cruz por José López Rega y siguió a cargo de la acción social durante todo el gobierno militar.
Un cinismo de la misma especie contaminó la política social. La innumerable cantidad de malversaciones podría sintetizarse en una sola: la desviación de fondos destinados a la construcción de viviendas populares por parte de Hebe de Bonafini y Sergio Schoklender en el programa Sueños Compartidos. Un delito que, por su densidad simbólica, resulta más agresivo que los bolsos que José López revoleó en un convento a las 3 de la mañana. Un agravio a los Derechos Humanos y a la justicia social que convierte a la fiesta de “mi querida Fabiola” en plena cuarentena, en una broma de mal gusto.
El brochazo de bleque que Alberto Fernández, según lamentan sus compañeros de partido, arrojó sobre el estandarte feminista es la última traición del kirchnerismo a un ideal. Es decir, termina de perforar la legitimidad de cualquier alegato progresista. Es un derrumbe inoportuno, porque coincide con el que se está registrando en Venezuela: también allí la izquierda se queda sin palabras. La señora de Kirchner intentó maquillar el infortunio, pidiendo a Nicolás Maduro que exhiba las actas de las elecciones “en homenaje al legado de Hugo Chávez”. Podría haber evitado ese sarcasmo. Porque el legado de Hugo Chávez, observado desde Buenos Aires, evoca una cadena inagotable de negocios que se sintetizan, en honor a la brevedad, en la fatídica valija de Antonini Wilson. En el Caribe y el Río de la Plata se descalabra un mito: el de la superioridad moral de la izquierda populista.
La derivación de esta secuencia vergonzosa es el fortalecimiento del liderazgo de Javier Milei. Para este triunfo Milei no necesita hacer mérito alguno. Es una victoria que le regalan sus rivales degradando la calidad de la vida pública. Es decir, corroborando su impugnación a la política. Sea por los detalles que trascienden de la causa promovida por Yañez, sea por la mezquina reacción del kirchnerismo, lo único que aportan estas novedades son miserias.
El Gobierno desmerece ese éxito involuntario con un argumento aberrante. Deduce que el escándalo de Alberto Fernández justifica haber desmantelado el Ministerio de la Mujer. Es, como diría el Maestro, “la lógica peculiar que da el odio”. Porque si algo demuestra lo que habría ocurrido en la intimidad de Olivos es la necesidad de fortalecer políticas de género más eficaces y transparentes.
El resto son curiosidades escabrosas. Y un mar de incógnitas. A medida que avance la investigación del juez Julián Ercolini y del fiscal Carlos Rívolo se irán despejando algunas. Por ejemplo: ¿es posible que en Olivos se viviera el clima de violencia que describe la exesposa de Fernández y que ningún funcionario dijera una palabra? Allí hay custodios policiales y personal de la Casa Militar. Además de los empleados habituales de la residencia. Yañez filtró al periodismo que su marido la tuvo poco menos que secuestrada, encerrada en una casa distinta de la principal, a la espera de que desaparecieran los hematomas que le dejaron en el rostro unas trompadas. ¿Nadie asistió a ese encierro? ¿El séquito de amigos y asistentes que la rodeaba jamás escuchó alguna confesión? Ercolini y Rívolo ya aclararán estos enigmas. Sobre todo Ercolini, quién desde aquella conferencia en cadena nacional en la que Fernández pidió que se investigue a los jueces de la excursión a Lago Escondido, siente cada vez más curiosidad por su verdugo. En especial acerca de los chats del teléfono de María Cantero. Una fruición por la intimidad de los teléfonos similar a la del expresidente, que utilizaba para sus diatribas intervenciones ilegales. No sólo en el caso de aquellos viajeros patagónicos. También en el de Silvio Robles, mano derecha de Horacio Rosatti en la Corte. La diferencia es ostensible: los chats de Cantero obedecen a una investigación legal.
Mientras tanto, desde el entorno de un angustiadísimo Alberto Fernández, dejan trascender narraciones destinadas, como es previsible, a desmentir el discurso de la víctima. La más convencional: “Fabiola está pidiendo plata desde que llegó a Madrid”. Al parecer, después de la separación, sólo atesora un millón de dólares que controlaría una especie de administrador llamado Oscar Kelly. Habladurías. ¿Y las fotos de los moretones? “Se las tomó ella la vez que, alcoholizada, se desbarrancó desde una escalera”, contestan los amigos del expresidente. Juran que María Cantero, la secretaria, las recibió en ese contexto, con una primera amenaza “que inventaba un Alberto golpeador”. Estas explicaciones, o para decirlo más claro, estas coartadas, provienen del anonimato: por su propia naturaleza parecen un intento de corregir al machismo con machismo.
El caudal de especulaciones conspirativas es desbordante. Una de ellas sostiene que en la aparición de esas imágenes siniestras se superponen dos resentimientos. El de “mi querida Fabiola” y el de “mi querida María”. Es decir, Cantero. El 29 de febrero Alberto Fernández declaró que él desconocía por completo las gestiones de la secretaria en favor del productor de seguros Héctor Martínez Sosa, su marido. Para el matrimonio fue una puñalada. Cinco días después les allanaban la casa, capturando sus teléfonos celulares. En el de Martínez Sosa no había contenido de importancia. En el de Cantero, sí. Sobre todo, las fotos de Fabiola. ¿Las conservó para vengarse? La casta está plagada de mentes afiebradas.
Más allá de esa fantasía, Fabiola tuvo con su denuncia un extraordinario sentido de la oportunidad. Echó combustible sobre el escándalo de las aseguradoras. Alberto Fernández está en esa trama imputado por su propia biografía. Los seguros fueron su área de trabajo desde que se incorporó al gobierno de Carlos Menem como responsable de esa área. Tiempos en que militaba bajo la pragmática tutoría de Emir Yoma. Cuando Eduardo Duhalde lo designó al frente del grupo Bapro, siguió con la misma especialidad. Inclusive hay funcionarios de Mauricio Macri que recuerdan a Fernández haciendo gestiones a favor de algunas compañías. En plena campaña hacia la Presidencia, el periodista Santiago O’Donnell registró en su portal algunos antecedentes muy poco edificantes de ese desempeño. O’Donnell se sirvió del libro en el que Roberto Guzmán, fallecido en 2004, detallaba los negociados en las operaciones de reaseguro. El trabajo se titulaba Alberto Fernández y la mafia del Inder, el Instituto de Reaseguros.
En pleno enfrentamiento con Cristina Kirchner, el año pasado, Fernández se ufanó de “no entregar obra pública a los amigos, ni tener amigos empresarios”. Eran los días calientes de la causa sobre los fraudes de Vialidad en Santa Cruz. El 12 de junio este diario informó que desde el Instituto Patria habían respondido: “Obras públicas no; pero, ¿contratos de seguros?”. Y se preguntó: “¿Hablan de Héctor Martínez Sosa?”. Días más tarde, Horacio Verbitsky asumió el rol de vocero de Alberto Fernández para negar que desde las oficinas de la señora de Kirchner se hubiera hecho esa insinuación. Verbitsky fue más allá, con una explicación insultante: atribuyó la información de LA NACION a las empresas que, según él, habían sido despojadas por el Presidente de sus negocios de intermediación. Una injusticia para con Cristina Kirchner y sus seguidores. Porque debe reconocerse que mientras el Banco Nación estuvo bajo el control de La Cámpora, con Juan Forlón, los brokers de seguros perdieron un espacio que recuperaron con Fernández. Ahora que sobran los pormenores sobre aquellas irregularidades, cometidas en especial en el mismo Banco Nación, el vocero de Fernández sigue sin corregir el error ante sus desprevenidos lectores. Pecata minuta: a Verbitsky le falta honestidad intelectual pero le sobra gratitud. ¿O no fue el gobierno de Fernández el que le permitió vacunarse como un paciente VIP durante la pandemia? Otra bandera enchastrada por el kirchnerismo.
En las oficinas de la Casa Rosada festejan el calvario del expresidente. La oscura saga expuesta por Fabiola Yañez refuerza uno de los pilares de la comunicación del Gobierno: la herencia recibida fue horrorosa. Esa maquinaria de propaganda tiene desde ayer otro culebrón para alimentarse. El menor de los Macri, Mariano, denunció a su hermano Gianfranco, a su sobrina Florencia, y a varios directivos de Socma, el imperio fundado por Franco Macri, acusándolos de administración fraudulenta y lavado de activos. Para los amantes de las casualidades: Mariano Macri había adelantado algunas de esas imputaciones en un libro que publicó Santiago O’Donnell. No es la única coincidencia. La denuncia del menor de los Macri cayó en el juzgado Nº6, que Ariel Lijo subroga hasta septiembre. El bolillero de Comodoro Py parece estar cargado de malas intenciones. ¿O no hay tal bolillero? Porque estas acusaciones sobre los Macri aparecen apenas días después de que el expresidente tomara distancia del Gobierno en varios temas. Sobre todo, en uno: la postulación de Lijo para ocupar un lugar en la Corte. Un diputado peronista comentó: “El Mago no perdona”. La casta está plagada de mentes afiebradas.
La defección de Fernández respecto de valores que adornaron su retórica merece escasos comentarios. Si hay algo que no podría asombrar en la conducta del expresidente es la incoherencia, que acaba de llevar al extremo la doble moral. ¿O qué fue la reconciliación con Cristina Kirchner? Por eso esta vez el vicio sorprende sólo por el grado. A Yañez le cabe el amparo que merece toda víctima. Y a Fernández, la presunción de inocencia. Sí llama la atención un detalle. Ningún dirigente peronista, ni siquiera del círculo más cercano al acusado, reaccionó diciendo “no lo puedo creer, es imposible”. Las imputaciones fueron recibidas por los compañeros del expresidente con una suposición de verosimilitud que acentúan la sospecha.
Poner el foco en Fernández impide observar un fenómeno más relevante. El cinismo kirchnerista. La de la igualdad de género era la última bandera que le tocaba bastardear. No es una responsabilidad que se agote en Fernández. El doble estándar está mucho más extendido. Es obvio que las denuncias de Yañez, si se terminan verificando, dejarían al descubierto la hipocresía del Presidente que prometió liquidar al patriarcado. Pero la falsificación es más extensa. Fernández se suma a una lista demasiado larga de paladines del machismo. La integran, entre otros, José Alperovich, Fernando Espinoza, el exsenador camporista Jorge Romero y algún apóstol de la gramática inclusiva, como el profesor Pedro Brieger. Ninguno provocó un escándalo en las filas igualitarias del populismo. Las condenas fueron lacónicas. No se propusieron más que salvar la ropa.
La desfachatez de algunos ataques a Fernández vuelve más evidente esa duplicidad. Cuando todavía Yañez no había formulado su denuncia, la intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza, dictaminó que el expresidente “daba el tipo de maltratador”. En su momento, la misma Mendoza tuvo enormes dificultades para censurar el comportamiento de Fernando Espinoza, procesado por acoso sexual. Solidaridades de intendentes del conurbano. En realidad, las distracciones de Mendoza son más antiguas: en 2017 La Cámpora se vio sacudida porque varias militantes denunciaron la hostilidad machista de algunos dirigentes. Se quejaban de haber llevado su situación a la Mesa de Género sin obtener respuesta alguna. Esa mesa era presidida por Mendoza. El sablazo de la intendenta sobre Fernández llegó desde México. Imposible suponer que no fue supervisado por Cristina Kirchner, a quien Mendoza acompañaba. Quiere decir que con Fernández los feligreses de la expresidenta se encarnizaron más que con otros compañeros. Dicho de otro modo: la primera reacción del grupo ante las insinuaciones de Fabiola Yañez fue sacar provecho interno. Un típico caso de lawfare, pero doméstico.
Sería ingenuo alegar que el cinismo queda expuesto sólo con esta situación escandalosa. El kirchnerismo todavía debe explicar su doble estándar frente a toda la agenda de los derechos humanos. Cristina y Néstor Kirchner militaron sin chistar en las filas del partido que apoyó la autoamnistía de la dictadura, en una decisión apegada a la lógica: ese perdón abarcaba también los crímenes cometidos entre 1973 y 1976. Se trata del mismo PJ que se negó a integrar la Conadep. No debería escandalizar: Alicia Kirchner fue designada como funcionaria en Santa Cruz por José López Rega y siguió a cargo de la acción social durante todo el gobierno militar.
Un cinismo de la misma especie contaminó la política social. La innumerable cantidad de malversaciones podría sintetizarse en una sola: la desviación de fondos destinados a la construcción de viviendas populares por parte de Hebe de Bonafini y Sergio Schoklender en el programa Sueños Compartidos. Un delito que, por su densidad simbólica, resulta más agresivo que los bolsos que José López revoleó en un convento a las 3 de la mañana. Un agravio a los Derechos Humanos y a la justicia social que convierte a la fiesta de “mi querida Fabiola” en plena cuarentena, en una broma de mal gusto.
El brochazo de bleque que Alberto Fernández, según lamentan sus compañeros de partido, arrojó sobre el estandarte feminista es la última traición del kirchnerismo a un ideal. Es decir, termina de perforar la legitimidad de cualquier alegato progresista. Es un derrumbe inoportuno, porque coincide con el que se está registrando en Venezuela: también allí la izquierda se queda sin palabras. La señora de Kirchner intentó maquillar el infortunio, pidiendo a Nicolás Maduro que exhiba las actas de las elecciones “en homenaje al legado de Hugo Chávez”. Podría haber evitado ese sarcasmo. Porque el legado de Hugo Chávez, observado desde Buenos Aires, evoca una cadena inagotable de negocios que se sintetizan, en honor a la brevedad, en la fatídica valija de Antonini Wilson. En el Caribe y el Río de la Plata se descalabra un mito: el de la superioridad moral de la izquierda populista.
La derivación de esta secuencia vergonzosa es el fortalecimiento del liderazgo de Javier Milei. Para este triunfo Milei no necesita hacer mérito alguno. Es una victoria que le regalan sus rivales degradando la calidad de la vida pública. Es decir, corroborando su impugnación a la política. Sea por los detalles que trascienden de la causa promovida por Yañez, sea por la mezquina reacción del kirchnerismo, lo único que aportan estas novedades son miserias.
El Gobierno desmerece ese éxito involuntario con un argumento aberrante. Deduce que el escándalo de Alberto Fernández justifica haber desmantelado el Ministerio de la Mujer. Es, como diría el Maestro, “la lógica peculiar que da el odio”. Porque si algo demuestra lo que habría ocurrido en la intimidad de Olivos es la necesidad de fortalecer políticas de género más eficaces y transparentes.
El resto son curiosidades escabrosas. Y un mar de incógnitas. A medida que avance la investigación del juez Julián Ercolini y del fiscal Carlos Rívolo se irán despejando algunas. Por ejemplo: ¿es posible que en Olivos se viviera el clima de violencia que describe la exesposa de Fernández y que ningún funcionario dijera una palabra? Allí hay custodios policiales y personal de la Casa Militar. Además de los empleados habituales de la residencia. Yañez filtró al periodismo que su marido la tuvo poco menos que secuestrada, encerrada en una casa distinta de la principal, a la espera de que desaparecieran los hematomas que le dejaron en el rostro unas trompadas. ¿Nadie asistió a ese encierro? ¿El séquito de amigos y asistentes que la rodeaba jamás escuchó alguna confesión? Ercolini y Rívolo ya aclararán estos enigmas. Sobre todo Ercolini, quién desde aquella conferencia en cadena nacional en la que Fernández pidió que se investigue a los jueces de la excursión a Lago Escondido, siente cada vez más curiosidad por su verdugo. En especial acerca de los chats del teléfono de María Cantero. Una fruición por la intimidad de los teléfonos similar a la del expresidente, que utilizaba para sus diatribas intervenciones ilegales. No sólo en el caso de aquellos viajeros patagónicos. También en el de Silvio Robles, mano derecha de Horacio Rosatti en la Corte. La diferencia es ostensible: los chats de Cantero obedecen a una investigación legal.
Mientras tanto, desde el entorno de un angustiadísimo Alberto Fernández, dejan trascender narraciones destinadas, como es previsible, a desmentir el discurso de la víctima. La más convencional: “Fabiola está pidiendo plata desde que llegó a Madrid”. Al parecer, después de la separación, sólo atesora un millón de dólares que controlaría una especie de administrador llamado Oscar Kelly. Habladurías. ¿Y las fotos de los moretones? “Se las tomó ella la vez que, alcoholizada, se desbarrancó desde una escalera”, contestan los amigos del expresidente. Juran que María Cantero, la secretaria, las recibió en ese contexto, con una primera amenaza “que inventaba un Alberto golpeador”. Estas explicaciones, o para decirlo más claro, estas coartadas, provienen del anonimato: por su propia naturaleza parecen un intento de corregir al machismo con machismo.
El caudal de especulaciones conspirativas es desbordante. Una de ellas sostiene que en la aparición de esas imágenes siniestras se superponen dos resentimientos. El de “mi querida Fabiola” y el de “mi querida María”. Es decir, Cantero. El 29 de febrero Alberto Fernández declaró que él desconocía por completo las gestiones de la secretaria en favor del productor de seguros Héctor Martínez Sosa, su marido. Para el matrimonio fue una puñalada. Cinco días después les allanaban la casa, capturando sus teléfonos celulares. En el de Martínez Sosa no había contenido de importancia. En el de Cantero, sí. Sobre todo, las fotos de Fabiola. ¿Las conservó para vengarse? La casta está plagada de mentes afiebradas.
Más allá de esa fantasía, Fabiola tuvo con su denuncia un extraordinario sentido de la oportunidad. Echó combustible sobre el escándalo de las aseguradoras. Alberto Fernández está en esa trama imputado por su propia biografía. Los seguros fueron su área de trabajo desde que se incorporó al gobierno de Carlos Menem como responsable de esa área. Tiempos en que militaba bajo la pragmática tutoría de Emir Yoma. Cuando Eduardo Duhalde lo designó al frente del grupo Bapro, siguió con la misma especialidad. Inclusive hay funcionarios de Mauricio Macri que recuerdan a Fernández haciendo gestiones a favor de algunas compañías. En plena campaña hacia la Presidencia, el periodista Santiago O’Donnell registró en su portal algunos antecedentes muy poco edificantes de ese desempeño. O’Donnell se sirvió del libro en el que Roberto Guzmán, fallecido en 2004, detallaba los negociados en las operaciones de reaseguro. El trabajo se titulaba Alberto Fernández y la mafia del Inder, el Instituto de Reaseguros.
En pleno enfrentamiento con Cristina Kirchner, el año pasado, Fernández se ufanó de “no entregar obra pública a los amigos, ni tener amigos empresarios”. Eran los días calientes de la causa sobre los fraudes de Vialidad en Santa Cruz. El 12 de junio este diario informó que desde el Instituto Patria habían respondido: “Obras públicas no; pero, ¿contratos de seguros?”. Y se preguntó: “¿Hablan de Héctor Martínez Sosa?”. Días más tarde, Horacio Verbitsky asumió el rol de vocero de Alberto Fernández para negar que desde las oficinas de la señora de Kirchner se hubiera hecho esa insinuación. Verbitsky fue más allá, con una explicación insultante: atribuyó la información de LA NACION a las empresas que, según él, habían sido despojadas por el Presidente de sus negocios de intermediación. Una injusticia para con Cristina Kirchner y sus seguidores. Porque debe reconocerse que mientras el Banco Nación estuvo bajo el control de La Cámpora, con Juan Forlón, los brokers de seguros perdieron un espacio que recuperaron con Fernández. Ahora que sobran los pormenores sobre aquellas irregularidades, cometidas en especial en el mismo Banco Nación, el vocero de Fernández sigue sin corregir el error ante sus desprevenidos lectores. Pecata minuta: a Verbitsky le falta honestidad intelectual pero le sobra gratitud. ¿O no fue el gobierno de Fernández el que le permitió vacunarse como un paciente VIP durante la pandemia? Otra bandera enchastrada por el kirchnerismo.
En las oficinas de la Casa Rosada festejan el calvario del expresidente. La oscura saga expuesta por Fabiola Yañez refuerza uno de los pilares de la comunicación del Gobierno: la herencia recibida fue horrorosa. Esa maquinaria de propaganda tiene desde ayer otro culebrón para alimentarse. El menor de los Macri, Mariano, denunció a su hermano Gianfranco, a su sobrina Florencia, y a varios directivos de Socma, el imperio fundado por Franco Macri, acusándolos de administración fraudulenta y lavado de activos. Para los amantes de las casualidades: Mariano Macri había adelantado algunas de esas imputaciones en un libro que publicó Santiago O’Donnell. No es la única coincidencia. La denuncia del menor de los Macri cayó en el juzgado Nº6, que Ariel Lijo subroga hasta septiembre. El bolillero de Comodoro Py parece estar cargado de malas intenciones. ¿O no hay tal bolillero? Porque estas acusaciones sobre los Macri aparecen apenas días después de que el expresidente tomara distancia del Gobierno en varios temas. Sobre todo, en uno: la postulación de Lijo para ocupar un lugar en la Corte. Un diputado peronista comentó: “El Mago no perdona”. La casta está plagada de mentes afiebradas.