Raíces de la crisis: contradicciones de un populismo indigente
Por:
Eduardo Levy Yeyati
Lunes 06 de
Marzo 2023
La Argentina vive en crisis permanente desde hace décadas, con interrupciones cada vez más breves; no basta solo con reducir el déficit para acomodar las piezas revueltas de nuestra economía.
Las causas inmediatas de esta crisis son conocidas. Sin ir más lejos, los últimos tres ministros de Economía, en línea con el programa con el Fondo, apuntaron a subir tarifas para reducir subsidios, acelerar la devaluación y endurecer la política monetaria para preservar reservas y contener la inflación, solo para chocar contra un gobierno abroquelado en subsidios y promesas de gasto –la última de las cuales (una moratoria que posterga la indispensable reforma previsional) acaba de agregar casi medio punto del PBI de gasto anual.
Algunas contradicciones de este populismo indigente son visibles. El ancla cambiaria reduce las reservas y obliga al Banco Central a racionar divisas; esto empuja a los importadores al mercado paralelo –lo que, paradójicamente, debilita el ancla cambiaria–, sumando inflación y restando crecimiento. Otras son más sutiles, pero igualmente dañinas para la estabilización. A pesar de que la reforma normativa de 2002 limitó la dolarización bancaria, eliminando la posibilidad de una corrida como en 2001, el acortamiento de la deuda doméstica (llevado al extremo con la opción de los bancos de cambiar por efectivo parte de sus bonos públicos) o su dolarización parcial (mediante bonos “duales” o préstamos externos) eleva la probabilidad de stress financiero.
No sorprende, entonces, que el debate económico se centre en la necesidad de reducir el déficit, estabilizar la moneda e integrar la economía al mundo como condición necesaria para el desarrollo.
Sin embargo, si levantamos un poco la mirada, vemos que la Argentina vive, con interrupciones cada vez más breves, en crisis permanente desde hace décadas, y que no basta sólo con reducir el déficit para acomodar las piezas revueltas de nuestra economía.
Los sótanos del déficit
El déficit crónico y sus males asociados –la debilidad del peso, la falta de inversión y la fragilidad macroeconómica, la polarización y transitoriedad de las políticas públicas– son el resultado de una brecha entre demandas y recursos públicos que involucra a toda la sociedad y se relaciona con –y refuerza– la proliferación de privilegios.
Subsidios, exenciones, protección comercial, garantías de empleo público, competencia desigual, regímenes especiales, dólares diferenciales, inequidad tributaria y capitalismo de amigos, son solo algunos ejemplos. Más allá de sus diferencias, estos privilegios contribuyen en conjunto al desajuste fiscal que, en última instancia, frustra el crecimiento inclusivo y alimenta el descontento antisistema y los brotes populistas a derecha e izquierda.
Además, los privilegios nos distancian y nos polarizan –naturalizamos los nuestros, nos indignan los ajenos– y refuerzan el comportamiento no cooperativo, y las sospechas de que nada cambiará, de que el país no está más que para “esto” y que solo podemos aspirar a un buen arreglo personal.
No solo deconstruyen el tejido social, también dañan a la política, favoreciendo a quienes apuntan a un grupo de beneficiarios (los políticos, los sindicalistas, los empresarios, los estatales, los porteños, los norteños, los inmigrantes, los emigrantes) para exculpar –y cebar– a los propios. Esta rotación de beneficiarios también explica en parte la naturaleza pendular de nuestra política. El fenómeno no es nuevo ni único: empezamos a verlo en países de ingresos medios de la región. Pero en la Argentina ha dominado, al menos, estos últimos 40 años de democracia.
La reforma permanente
La defensa más o menos solapada de los privilegios prioriza el statu quo del Estado garante. La contracara del status quo es la reforma. Estabilizar es difícil pero no imposible: el país lo hizo en 1985, 1991, y 2002, con éxitos transitorios. Un nuevo plan de estabilización cambiará la historia solo si abre la puerta a un régimen de reforma permanente.
Del lado de la estabilización, los pendientes son varios: ajuste de precios relativos, balance fiscal primario, política monetaria anti inflacionaria, recuperación del financiamiento, acuerdos de precios y salarios para garantizar una recuperación sustentable del ingreso real, integración inteligente al mundo (para promover exportaciones e inversiones) y una rápida eliminación del cepo. Esta lista no es un menú de opciones: todas las entradas son necesarias; hacer unas sin las otras tendría los mismos resultados efímeros que en el pasado.
Del lado de las reformas, cito las más urgentes:
Un acuerdo fiscal federal combinado con una reforma tributaria que elimine impuestos y reduzca gradualmente otros de la mano de la formalización de la economía.
Una reforma previsional (contemplada en la ley de reparación histórica de 2016 y luego olvidada) que es condición necesaria para la estabilidad fiscal a futuro.
Una modernización de las políticas laborales que se apoye en la formación y en facilitar la transición hacia el trabajo decente como principal herramienta de inclusión social.
Una ley de responsabilidad fiscal que limite el gasto procíclico y el sobreendeudamiento.
Un tratado de no proliferación
Es poco lo que puede esperarse de esta agenda en lo que resta del año. El gobierno perdió la confianza y se quedó sin tiempo. Podría pensar en un horizonte más allá de las elecciones e iniciar alguno de estos pasos para que sean continuados por el siguiente, pero, en un contexto de polarización, el tipo de acuerdos que facilitarían esta cooperación –que admiramos en Uruguay, o estudiamos en la Carta al Pueblo Brasileño de la transición entre Fernando Henrique Cardoso y Lula– parecen hoy una ingenuidad.
Varios trabajos en el campo de la economía política de finales de los 80 describían variantes de un juego electoral no cooperativo: un gobernante con pocas probabilidades de ser reelegido se ve tentado a aumentar de manera subóptima el déficit fiscal para limitar las acciones del sucesor, elevando el gasto o modificando su composición de acuerdo a sus preferencias o las de sus votantes.
La Argentina sugiere una nueva cepa: la de la píldora envenenada. Un gobierno saliente adopta, por necesidad, oportunismo o convicción, un patrón de gasto y deuda que directamente obstaculiza el desempeño de su oponente y probable sucesor. Mencioné algunos ejemplos: un acortamiento o dolarización de la deuda, o una moratoria sin fondeo. La historia reciente nos sugiere otros: la oferta de dólares baratos a futuro o la autorización de inversiones y gastos a pagar en años siguientes.
Equilibrio con más déficit
¿Qué puede hacer la oposición ante este escenario? Podrían señalar que cualquier gasto fuera del presupuesto (y decisiones de endeudamiento relacionadas) serían eventualmente “revisadas”, limitando el margen del gobierno para financiar un jubileo de despedida.
En teoría, este juego antagónico podría llevar a un equilibrio con más déficit y peor perfil de deuda, pero dentro de ciertos límites. El mundo real es bastante más complejo: la posibilidad de una revisión podría no tanto recortar como encarecer el financiamiento del déficit. O llevar a más deuda externa dolarizada si el temor a una reestructuración agota las fuentes locales, o a más garantías públicas a cuenta del próximo ejercicio, o a más emisión inflacionaria. En el límite, podría forzar una nueva y prematura reestructuración que, a este nivel de reincidencia, conspiraría contra nuestro acceso al financiamiento y al desarrollo por muchos años.
En este marco, lo mejor que se puede esperar para 2023 es que el gobierno no deteriore más la situación fiscal y financiera a expensas del próximo y eluda así una guerra fría que solo puede castigar aún más el bienestar de los argentinos. Un acuerdo tácito, sin fotos ni tuits, que priorice a los argentinos por sobre los intereses particulares.
La confrontación y el colapso nunca son inevitables. La Argentina tiene demasiado crecimiento y bienestar por recuperar si logra dar continuidad a una agenda de reformas sin perderse en atajos populistas.
Algunas contradicciones de este populismo indigente son visibles. El ancla cambiaria reduce las reservas y obliga al Banco Central a racionar divisas; esto empuja a los importadores al mercado paralelo –lo que, paradójicamente, debilita el ancla cambiaria–, sumando inflación y restando crecimiento. Otras son más sutiles, pero igualmente dañinas para la estabilización. A pesar de que la reforma normativa de 2002 limitó la dolarización bancaria, eliminando la posibilidad de una corrida como en 2001, el acortamiento de la deuda doméstica (llevado al extremo con la opción de los bancos de cambiar por efectivo parte de sus bonos públicos) o su dolarización parcial (mediante bonos “duales” o préstamos externos) eleva la probabilidad de stress financiero.
No sorprende, entonces, que el debate económico se centre en la necesidad de reducir el déficit, estabilizar la moneda e integrar la economía al mundo como condición necesaria para el desarrollo.
Sin embargo, si levantamos un poco la mirada, vemos que la Argentina vive, con interrupciones cada vez más breves, en crisis permanente desde hace décadas, y que no basta sólo con reducir el déficit para acomodar las piezas revueltas de nuestra economía.
Los sótanos del déficit
El déficit crónico y sus males asociados –la debilidad del peso, la falta de inversión y la fragilidad macroeconómica, la polarización y transitoriedad de las políticas públicas– son el resultado de una brecha entre demandas y recursos públicos que involucra a toda la sociedad y se relaciona con –y refuerza– la proliferación de privilegios.
Subsidios, exenciones, protección comercial, garantías de empleo público, competencia desigual, regímenes especiales, dólares diferenciales, inequidad tributaria y capitalismo de amigos, son solo algunos ejemplos. Más allá de sus diferencias, estos privilegios contribuyen en conjunto al desajuste fiscal que, en última instancia, frustra el crecimiento inclusivo y alimenta el descontento antisistema y los brotes populistas a derecha e izquierda.
Además, los privilegios nos distancian y nos polarizan –naturalizamos los nuestros, nos indignan los ajenos– y refuerzan el comportamiento no cooperativo, y las sospechas de que nada cambiará, de que el país no está más que para “esto” y que solo podemos aspirar a un buen arreglo personal.
No solo deconstruyen el tejido social, también dañan a la política, favoreciendo a quienes apuntan a un grupo de beneficiarios (los políticos, los sindicalistas, los empresarios, los estatales, los porteños, los norteños, los inmigrantes, los emigrantes) para exculpar –y cebar– a los propios. Esta rotación de beneficiarios también explica en parte la naturaleza pendular de nuestra política. El fenómeno no es nuevo ni único: empezamos a verlo en países de ingresos medios de la región. Pero en la Argentina ha dominado, al menos, estos últimos 40 años de democracia.
La reforma permanente
La defensa más o menos solapada de los privilegios prioriza el statu quo del Estado garante. La contracara del status quo es la reforma. Estabilizar es difícil pero no imposible: el país lo hizo en 1985, 1991, y 2002, con éxitos transitorios. Un nuevo plan de estabilización cambiará la historia solo si abre la puerta a un régimen de reforma permanente.
Del lado de la estabilización, los pendientes son varios: ajuste de precios relativos, balance fiscal primario, política monetaria anti inflacionaria, recuperación del financiamiento, acuerdos de precios y salarios para garantizar una recuperación sustentable del ingreso real, integración inteligente al mundo (para promover exportaciones e inversiones) y una rápida eliminación del cepo. Esta lista no es un menú de opciones: todas las entradas son necesarias; hacer unas sin las otras tendría los mismos resultados efímeros que en el pasado.
Del lado de las reformas, cito las más urgentes:
Un acuerdo fiscal federal combinado con una reforma tributaria que elimine impuestos y reduzca gradualmente otros de la mano de la formalización de la economía.
Una reforma previsional (contemplada en la ley de reparación histórica de 2016 y luego olvidada) que es condición necesaria para la estabilidad fiscal a futuro.
Una modernización de las políticas laborales que se apoye en la formación y en facilitar la transición hacia el trabajo decente como principal herramienta de inclusión social.
Una ley de responsabilidad fiscal que limite el gasto procíclico y el sobreendeudamiento.
Un tratado de no proliferación
Es poco lo que puede esperarse de esta agenda en lo que resta del año. El gobierno perdió la confianza y se quedó sin tiempo. Podría pensar en un horizonte más allá de las elecciones e iniciar alguno de estos pasos para que sean continuados por el siguiente, pero, en un contexto de polarización, el tipo de acuerdos que facilitarían esta cooperación –que admiramos en Uruguay, o estudiamos en la Carta al Pueblo Brasileño de la transición entre Fernando Henrique Cardoso y Lula– parecen hoy una ingenuidad.
Varios trabajos en el campo de la economía política de finales de los 80 describían variantes de un juego electoral no cooperativo: un gobernante con pocas probabilidades de ser reelegido se ve tentado a aumentar de manera subóptima el déficit fiscal para limitar las acciones del sucesor, elevando el gasto o modificando su composición de acuerdo a sus preferencias o las de sus votantes.
La Argentina sugiere una nueva cepa: la de la píldora envenenada. Un gobierno saliente adopta, por necesidad, oportunismo o convicción, un patrón de gasto y deuda que directamente obstaculiza el desempeño de su oponente y probable sucesor. Mencioné algunos ejemplos: un acortamiento o dolarización de la deuda, o una moratoria sin fondeo. La historia reciente nos sugiere otros: la oferta de dólares baratos a futuro o la autorización de inversiones y gastos a pagar en años siguientes.
Equilibrio con más déficit
¿Qué puede hacer la oposición ante este escenario? Podrían señalar que cualquier gasto fuera del presupuesto (y decisiones de endeudamiento relacionadas) serían eventualmente “revisadas”, limitando el margen del gobierno para financiar un jubileo de despedida.
En teoría, este juego antagónico podría llevar a un equilibrio con más déficit y peor perfil de deuda, pero dentro de ciertos límites. El mundo real es bastante más complejo: la posibilidad de una revisión podría no tanto recortar como encarecer el financiamiento del déficit. O llevar a más deuda externa dolarizada si el temor a una reestructuración agota las fuentes locales, o a más garantías públicas a cuenta del próximo ejercicio, o a más emisión inflacionaria. En el límite, podría forzar una nueva y prematura reestructuración que, a este nivel de reincidencia, conspiraría contra nuestro acceso al financiamiento y al desarrollo por muchos años.
En este marco, lo mejor que se puede esperar para 2023 es que el gobierno no deteriore más la situación fiscal y financiera a expensas del próximo y eluda así una guerra fría que solo puede castigar aún más el bienestar de los argentinos. Un acuerdo tácito, sin fotos ni tuits, que priorice a los argentinos por sobre los intereses particulares.
La confrontación y el colapso nunca son inevitables. La Argentina tiene demasiado crecimiento y bienestar por recuperar si logra dar continuidad a una agenda de reformas sin perderse en atajos populistas.