Miserias opositoras a un paso del abismo
Por:
Joaquín Morales Solá
Miércoles 31 de
Agosto 2022
Juntos por el Cambio está necesitando, casi de manera urgente, un liderazgo y un discurso común que termine con los librepensadores
Tal vez están convencidos de que la próxima presidencia será de Juntos por el Cambio y que quien se abra paso a los codazos con más decisión se hará con el poder. Uno de los más frecuentes errores de los políticos es, precisamente, creer que pueden escribir la historia antes de que esta suceda. O suponer, en un arrebato de excitación, que las elecciones están ganadas de antemano. Cometen graves errores políticos. Ni la historia es previsible ni las elecciones están definidas nunca antes de hora. Las trifulcas internas de la coalición opositora, sus disidencias expuestas a cielo abierto y la carencia de un discurso común son demasiado evidentes para una sociedad angustiada por el desorden público, por la falta de un futuro más o menos predecible y por las consecuencia de un ajuste económico que presiente, aunque todavía no tocó sus bolsillos. Los tocará dentro de muy poco.
El escándalo sin límites ni medidas de Cristina Kirchner por el alegato de los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola le sirve a Sergio Massa para esconder su ajuste, pero a la vez lo perjudica: ¿quién, entre los sectores que deciden la economía, puede confiar en un Gobierno sublevado contra el Poder Judicial, que hurga, cuestiona y desobedece sus decisiones violando los mandatos explícitos de la Constitución? Nadie. Las consecuencias se están observando en las últimas mediciones de opinión pública. El oficialismo se desliza apresuradamente por la pendiente del descrédito (no queda ningún dirigente importante de la coalición gobernante con posibilidades de ganar una elección), pero el cuestionamiento social cubre también a los dirigentes de la oposición. La mayoría de estos ha caído en la consideración social. ¿De qué sirven esos opositores, parecen decir vastos sectores sociales, si solo se miran entre ellos? Esa sensación social no es solo una deducción del periodismo; por algo, la conducción de Juntos por el Cambio se reunió este martes para decidir cómo administra las discordias internas. Debe señalarse que se han reunido muchas veces con el mismo propósito. Logran una tregua, que siempre es efímera.
El último episodio opositor, ciertamente lamentable, fue una secuela de la algarada kirchnerista en las cuadras que rodean la casa de Cristina Kirchner, en Juncal y Uruguay, en el elegante barrio de Recoleta. Unas 300 o 400 personas todos los días, salvo el sábado pasado cuando hubo 7000, según cálculos de la policía metropolitana. Patricia Bullrich, presidenta de Pro y precandidata presidencial, arremetió contra el jefe del gobierno porteño y también precandidato presidencial, Horacio Rodríguez Larreta, a quien acusó indirectamente (aunque también claramente) de débil y zigzagueante. Bullrich está observando en el balcón de la política; Rodríguez Larreta está en la conducción personal de un conflicto peligroso y atípico. Los seguidores de la vicepresidenta sienten que la bendición de ella los coloca por encima de las autoridades locales. Son violentos en las palabras y en los hechos, indiferentes ante el sufrimiento de los vecinos y provocadores con acciones que no respetan las mínimas normas de urbanidad. Rodríguez Larreta debe oscilar entre el antikirchnerismo, que lo quiere ver desarmar a sangre y fuego las batucadas del cristinismo, y los seguidores de Cristina Kirchner, que se rebelan a su autoridad. En rigor, es el momento para que sus aliados de Juntos por el Cambio lo rodeen más allá de las especulaciones electoralistas y, aunque a veces con razón, sean críticos de sus decisiones sobre el conflicto en Recoleta. Debería prevalecer el hecho cierto de que Rodríguez Larreta es hoy la figura institucional de la oposición que debe enfrentar a una facción política descarriada, justo cuando están en juego básicos valores institucionales. Él debe establecer dónde está el límite, muchas veces muy restringido, entre la represión y la posibilidad de una muerte. El ministro de Gobierno porteño, Jorge Macri, aseguró públicamente que si hay violencia habrá represión. Pero, ¿no es violencia lo que ya cometen los autores de los desmanes en Juncal y Uruguay y sus alrededores? Rodríguez Larreta debe moverse entre esas contradicciones, en ese mundo donde nada es como parece; no es el momento de que sus propios aliados los chicaneen con pobres operaciones mediáticas. Según una denuncia de Elisa Carrió, ya Bullrich había cuestionado que la líder de la Coalición Cívica contara con custodia personal de la Policía Metropolitana. Carrió recibió varias amenazas de muerte y su custodia fue ordenada por cinco jueces federales. Insignificancias que solo sirven para mostrar las fracturas de la coalición opositora.
Pichetto y la asociación ilícita
Otra novedad la protagonizó un dirigente importante de Juntos por el Cambio, Miguel Pichetto, cuando dudó públicamente de la figura de asociación ilícita en el caso de Vialidad. Su argumento fue el mismo que flamea el oficialismo: un gobierno no se constituye para conformar una asociación ilícita, dicen. Muy bien. Pero el fiscal Luciani nunca acusó de asociación ilícita a un gobierno, sino solo a cuatro funcionarios: Cristina Kirchner, Julio De Vido, José López y Nelson Periotti, exdirector de Vialidad durante los 12 años de los gobiernos de los dos Kirchner. ¿Leyó Pichetto las 3 toneladas que pesa el expediente de la causa de Vialidad? Seguramente, no. Nadie puede desconocer la honestidad intelectual del exsenador y actual miembro de la Auditoría General de la Nación en nombre de la oposición. Ya Pichetto sostenía, hace varios años, y refiriéndose a Cristina Kirchner, que los expresidentes no deberían ser juzgados, que deberían gozar, en los hechos, de una especie de inimputabilidad penal por el solo hecho de haber ejercido la primera magistratura de la nación. Era un error, que respondía más a su temor de que personas como Cristina Kirchner, que no reconocen los márgenes de la ley, terminen agrediendo el orden democrático en nombre de sus intereses personales. El temor es también un error. A Pichetto no le gusta que lo definan como líder del “peronismo republicano”, sino como el constructor de un espacio democrático de derecha en la política argentina. El problema de la llamada derecha, que encarna las ideas y la posiciones liberales, ortodoxas y modernas (que son las que predominan en el mundo civilizado), es cuando se muestra indiferente ante la corrupción. Menem destruyó en los hechos buenas políticas económicas y de relaciones exteriores cuando su gobierno fue permeable a la corrupción. Les dio argumentos a los populistas de este mundo que afirman que la corrupción es inherente al liberalismo, a la ortodoxia económica y a la modernidad. De todos modos, la contradicción actual de Pichetto es que aparezca, siendo un prominente dirigente de Juntos por el Cambio, cerca del oficialismo y dejando solos a los fiscales que están en el centro de la ofensiva kirchnerista contra la Justicia.
Hace poco, Carrió denunció a varios dirigentes de la coalición opositora por sus relaciones poco claras con el submundo de la política. Más allá de si esas declaraciones fueron oportunas o no, se destacó la referencia que hizo al actual diputado nacional y exministro de Seguridad bonaerense Cristian Ritondo. Ritondo tuvo como jefe de su gabinete, cuando fue ministro, a Marcelo Rocchetti, un abogado penalista que ahora es defensor de un fiscal, Claudio Scapolán, acusado de vínculos con el narcotráficos. Nadie en la Justicia defiende a Scapolán; más bien, casi todos lo magistrados coinciden en que es culpable de las delitos de los que se lo acusa. Resulta que Rocchetti es también abogado de Rafael Di Zeo, un histórico líder de la violenta barrabrava de Boca y, según se sabe ahora, amigo del también histórico jefe de la custodia de Cristina Kirchner, el mismo comisario que fue filmado abrazando al diputado José Luis Gioja mientras le decía: “¡La plata que choreamos con este!”. No hay muchos abogados penalistas que tengan como clientes a santos y poetas (su misión es defender a los delincuentes, aunque ellos deben establecer qué clase de delitos están moralmente dispuestos a defender), pero es responsabilidad de una autoridad política, como lo fue Ritondo en la provincia de Buenos Aires, elegir la calidad personal de quienes lo rodearan. Lo cierto es que hasta una jueza federal, Sandra Arroyo Salgado, denunció que Scapolán logró desplazarla de la causa que lo investiga. Su último desplazamiento fue decidido por la Cámara Federal de San Martín. El poder de Scapolán es indiscutible. Es difícil encontrar una especulación electoral en Carrió, sobre todo porque ella no es candidata presidencial. Al contrario, fue la única que salió en apoyo de Rodríguez Larreta en las últimas horas. Tampoco decidió a quién apoyara en la campaña presidencial de Juntos por el Cambio. “Yo no tengo candidato por ahora”, suele decir.
A todo esto, Ritondo aspira a ser candidato a gobernador de Buenos Aires, lugar que ya estaba ocupado por Diego Santilli, quien es el candidato que mejor mide en todas las encuestas para gobernar ese decisivo distrito. Otra pelea innecesaria. Si Santilli es el que mejor mide, toda la coalición opositora debería estar cerca de él. Axel Kicillof no está muerto, al revés de los dirigentes nacionales de su facción política. Tiene una imagen negativa alta, pero en la provincia eso no importa porque no hay ballottage. Allí gana la gobernación quien saca un voto más que el resto. La imagen positiva de Kicillof está debajo de la Santilli, pero demasiado cerca de la de este. Además, Kicillof cuenta con los recursos del Estado provincial y también del nacional, porque el proyecto de Cristina Kirchner es seguir controlando la monumental y díscola Buenos Aires cuando pierda el poder nacional. Un eventual gobierno nacional de Juntos por el Cambio con Kicillof gobernando la provincia de Buenos Aires sería un infierno para el gobierno federal y para el país. Esa es la perspectiva que debería prevalecer en la actual coalición opositora, más allá de los alineamientos internos, que poco importan a estas alturas.
El caso Manes
Párrafo aparte merece el neurólogo Facundo Manes, quien fue el único diputado de Juntos por el Cambio que no firmó el pedido de juicio político al Presidente por haber violado varias veces la Constitución en sus últimas declaraciones públicas. Aseguró que el fiscal Alberto Nisman se había suicidado (“hasta acá no se probó otra cosa”), cuando para la Justicia argentina fue asesinado, según la resolución del juez de primera instancia, Julián Ercolini, ratificada luego por la Cámara Federal. Mintió luego cuando dijo que solo había respondido una pregunta de los periodistas del programa A dos voces. No fue así. El periodista Edgardo Alfano le preguntó sobre una decisión de ese día de la Corte Suprema que ordenó reforzar la custodia de los fiscales y los jueces del caso Vialidad y puso entre paréntesis el recuerdo de Nisman (“el recuerdo de Nisman siempre está presente”, dijo Alfano en medio de una pregunta sobre la Corte), pero Alberto Fernández se zambulló en el acto en el caso Nisman con el dislate del suicidio, según él probado. Pudo haber eludido a Nisman; esa no era la pregunta. Alberto Fernández se metió de lleno también en la causa que investiga a Cristina Kirchner por asociación ilícita en el direccionamiento de la obra pública. La Constitución le prohíbe al Presidente arrogarse el conocimiento de causas judiciales en curso. No obstante, es casi imposible que el juicio político al Presidente prospere, pero es un llamado de atención severo a su comportamiento público con la Justicia. ¿Por qué debía Manes no firmar ese proyecto? ¿Qué se lo impedía? Lo mismo hizo el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, quien se pronunció en los mismos términos de disidencia de Manes. ¿Tenía que disentir en público? ¿Qué lo obligaba a mostrar otra fisura en Juntos por el Cambio? Morales es también un precandidato presidencial que compite públicamente con Rodríguez Larreta y con Mauricio Macri. Debe reconocerse que Macri es el único de los líderes de Juntos por el Cambio que prefiere callar cuando se trata de cuestiones internas. Calla en público, porque está muy activo en las gestiones para acercar posiciones entre sus aliados. De cualquier forma, esa coalición está necesitando, casi de manera urgente, un liderazgo y un discurso común, que termine con los librepensadores.
Falta todavía un año para la primera ronda de las elecciones presidenciales. Es común que a los que esperan lo inevitable los sorprenda lo inesperado. A la historia le gusta jugar con esos sobresaltos.
El escándalo sin límites ni medidas de Cristina Kirchner por el alegato de los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola le sirve a Sergio Massa para esconder su ajuste, pero a la vez lo perjudica: ¿quién, entre los sectores que deciden la economía, puede confiar en un Gobierno sublevado contra el Poder Judicial, que hurga, cuestiona y desobedece sus decisiones violando los mandatos explícitos de la Constitución? Nadie. Las consecuencias se están observando en las últimas mediciones de opinión pública. El oficialismo se desliza apresuradamente por la pendiente del descrédito (no queda ningún dirigente importante de la coalición gobernante con posibilidades de ganar una elección), pero el cuestionamiento social cubre también a los dirigentes de la oposición. La mayoría de estos ha caído en la consideración social. ¿De qué sirven esos opositores, parecen decir vastos sectores sociales, si solo se miran entre ellos? Esa sensación social no es solo una deducción del periodismo; por algo, la conducción de Juntos por el Cambio se reunió este martes para decidir cómo administra las discordias internas. Debe señalarse que se han reunido muchas veces con el mismo propósito. Logran una tregua, que siempre es efímera.
El último episodio opositor, ciertamente lamentable, fue una secuela de la algarada kirchnerista en las cuadras que rodean la casa de Cristina Kirchner, en Juncal y Uruguay, en el elegante barrio de Recoleta. Unas 300 o 400 personas todos los días, salvo el sábado pasado cuando hubo 7000, según cálculos de la policía metropolitana. Patricia Bullrich, presidenta de Pro y precandidata presidencial, arremetió contra el jefe del gobierno porteño y también precandidato presidencial, Horacio Rodríguez Larreta, a quien acusó indirectamente (aunque también claramente) de débil y zigzagueante. Bullrich está observando en el balcón de la política; Rodríguez Larreta está en la conducción personal de un conflicto peligroso y atípico. Los seguidores de la vicepresidenta sienten que la bendición de ella los coloca por encima de las autoridades locales. Son violentos en las palabras y en los hechos, indiferentes ante el sufrimiento de los vecinos y provocadores con acciones que no respetan las mínimas normas de urbanidad. Rodríguez Larreta debe oscilar entre el antikirchnerismo, que lo quiere ver desarmar a sangre y fuego las batucadas del cristinismo, y los seguidores de Cristina Kirchner, que se rebelan a su autoridad. En rigor, es el momento para que sus aliados de Juntos por el Cambio lo rodeen más allá de las especulaciones electoralistas y, aunque a veces con razón, sean críticos de sus decisiones sobre el conflicto en Recoleta. Debería prevalecer el hecho cierto de que Rodríguez Larreta es hoy la figura institucional de la oposición que debe enfrentar a una facción política descarriada, justo cuando están en juego básicos valores institucionales. Él debe establecer dónde está el límite, muchas veces muy restringido, entre la represión y la posibilidad de una muerte. El ministro de Gobierno porteño, Jorge Macri, aseguró públicamente que si hay violencia habrá represión. Pero, ¿no es violencia lo que ya cometen los autores de los desmanes en Juncal y Uruguay y sus alrededores? Rodríguez Larreta debe moverse entre esas contradicciones, en ese mundo donde nada es como parece; no es el momento de que sus propios aliados los chicaneen con pobres operaciones mediáticas. Según una denuncia de Elisa Carrió, ya Bullrich había cuestionado que la líder de la Coalición Cívica contara con custodia personal de la Policía Metropolitana. Carrió recibió varias amenazas de muerte y su custodia fue ordenada por cinco jueces federales. Insignificancias que solo sirven para mostrar las fracturas de la coalición opositora.
Pichetto y la asociación ilícita
Otra novedad la protagonizó un dirigente importante de Juntos por el Cambio, Miguel Pichetto, cuando dudó públicamente de la figura de asociación ilícita en el caso de Vialidad. Su argumento fue el mismo que flamea el oficialismo: un gobierno no se constituye para conformar una asociación ilícita, dicen. Muy bien. Pero el fiscal Luciani nunca acusó de asociación ilícita a un gobierno, sino solo a cuatro funcionarios: Cristina Kirchner, Julio De Vido, José López y Nelson Periotti, exdirector de Vialidad durante los 12 años de los gobiernos de los dos Kirchner. ¿Leyó Pichetto las 3 toneladas que pesa el expediente de la causa de Vialidad? Seguramente, no. Nadie puede desconocer la honestidad intelectual del exsenador y actual miembro de la Auditoría General de la Nación en nombre de la oposición. Ya Pichetto sostenía, hace varios años, y refiriéndose a Cristina Kirchner, que los expresidentes no deberían ser juzgados, que deberían gozar, en los hechos, de una especie de inimputabilidad penal por el solo hecho de haber ejercido la primera magistratura de la nación. Era un error, que respondía más a su temor de que personas como Cristina Kirchner, que no reconocen los márgenes de la ley, terminen agrediendo el orden democrático en nombre de sus intereses personales. El temor es también un error. A Pichetto no le gusta que lo definan como líder del “peronismo republicano”, sino como el constructor de un espacio democrático de derecha en la política argentina. El problema de la llamada derecha, que encarna las ideas y la posiciones liberales, ortodoxas y modernas (que son las que predominan en el mundo civilizado), es cuando se muestra indiferente ante la corrupción. Menem destruyó en los hechos buenas políticas económicas y de relaciones exteriores cuando su gobierno fue permeable a la corrupción. Les dio argumentos a los populistas de este mundo que afirman que la corrupción es inherente al liberalismo, a la ortodoxia económica y a la modernidad. De todos modos, la contradicción actual de Pichetto es que aparezca, siendo un prominente dirigente de Juntos por el Cambio, cerca del oficialismo y dejando solos a los fiscales que están en el centro de la ofensiva kirchnerista contra la Justicia.
Hace poco, Carrió denunció a varios dirigentes de la coalición opositora por sus relaciones poco claras con el submundo de la política. Más allá de si esas declaraciones fueron oportunas o no, se destacó la referencia que hizo al actual diputado nacional y exministro de Seguridad bonaerense Cristian Ritondo. Ritondo tuvo como jefe de su gabinete, cuando fue ministro, a Marcelo Rocchetti, un abogado penalista que ahora es defensor de un fiscal, Claudio Scapolán, acusado de vínculos con el narcotráficos. Nadie en la Justicia defiende a Scapolán; más bien, casi todos lo magistrados coinciden en que es culpable de las delitos de los que se lo acusa. Resulta que Rocchetti es también abogado de Rafael Di Zeo, un histórico líder de la violenta barrabrava de Boca y, según se sabe ahora, amigo del también histórico jefe de la custodia de Cristina Kirchner, el mismo comisario que fue filmado abrazando al diputado José Luis Gioja mientras le decía: “¡La plata que choreamos con este!”. No hay muchos abogados penalistas que tengan como clientes a santos y poetas (su misión es defender a los delincuentes, aunque ellos deben establecer qué clase de delitos están moralmente dispuestos a defender), pero es responsabilidad de una autoridad política, como lo fue Ritondo en la provincia de Buenos Aires, elegir la calidad personal de quienes lo rodearan. Lo cierto es que hasta una jueza federal, Sandra Arroyo Salgado, denunció que Scapolán logró desplazarla de la causa que lo investiga. Su último desplazamiento fue decidido por la Cámara Federal de San Martín. El poder de Scapolán es indiscutible. Es difícil encontrar una especulación electoral en Carrió, sobre todo porque ella no es candidata presidencial. Al contrario, fue la única que salió en apoyo de Rodríguez Larreta en las últimas horas. Tampoco decidió a quién apoyara en la campaña presidencial de Juntos por el Cambio. “Yo no tengo candidato por ahora”, suele decir.
A todo esto, Ritondo aspira a ser candidato a gobernador de Buenos Aires, lugar que ya estaba ocupado por Diego Santilli, quien es el candidato que mejor mide en todas las encuestas para gobernar ese decisivo distrito. Otra pelea innecesaria. Si Santilli es el que mejor mide, toda la coalición opositora debería estar cerca de él. Axel Kicillof no está muerto, al revés de los dirigentes nacionales de su facción política. Tiene una imagen negativa alta, pero en la provincia eso no importa porque no hay ballottage. Allí gana la gobernación quien saca un voto más que el resto. La imagen positiva de Kicillof está debajo de la Santilli, pero demasiado cerca de la de este. Además, Kicillof cuenta con los recursos del Estado provincial y también del nacional, porque el proyecto de Cristina Kirchner es seguir controlando la monumental y díscola Buenos Aires cuando pierda el poder nacional. Un eventual gobierno nacional de Juntos por el Cambio con Kicillof gobernando la provincia de Buenos Aires sería un infierno para el gobierno federal y para el país. Esa es la perspectiva que debería prevalecer en la actual coalición opositora, más allá de los alineamientos internos, que poco importan a estas alturas.
El caso Manes
Párrafo aparte merece el neurólogo Facundo Manes, quien fue el único diputado de Juntos por el Cambio que no firmó el pedido de juicio político al Presidente por haber violado varias veces la Constitución en sus últimas declaraciones públicas. Aseguró que el fiscal Alberto Nisman se había suicidado (“hasta acá no se probó otra cosa”), cuando para la Justicia argentina fue asesinado, según la resolución del juez de primera instancia, Julián Ercolini, ratificada luego por la Cámara Federal. Mintió luego cuando dijo que solo había respondido una pregunta de los periodistas del programa A dos voces. No fue así. El periodista Edgardo Alfano le preguntó sobre una decisión de ese día de la Corte Suprema que ordenó reforzar la custodia de los fiscales y los jueces del caso Vialidad y puso entre paréntesis el recuerdo de Nisman (“el recuerdo de Nisman siempre está presente”, dijo Alfano en medio de una pregunta sobre la Corte), pero Alberto Fernández se zambulló en el acto en el caso Nisman con el dislate del suicidio, según él probado. Pudo haber eludido a Nisman; esa no era la pregunta. Alberto Fernández se metió de lleno también en la causa que investiga a Cristina Kirchner por asociación ilícita en el direccionamiento de la obra pública. La Constitución le prohíbe al Presidente arrogarse el conocimiento de causas judiciales en curso. No obstante, es casi imposible que el juicio político al Presidente prospere, pero es un llamado de atención severo a su comportamiento público con la Justicia. ¿Por qué debía Manes no firmar ese proyecto? ¿Qué se lo impedía? Lo mismo hizo el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, quien se pronunció en los mismos términos de disidencia de Manes. ¿Tenía que disentir en público? ¿Qué lo obligaba a mostrar otra fisura en Juntos por el Cambio? Morales es también un precandidato presidencial que compite públicamente con Rodríguez Larreta y con Mauricio Macri. Debe reconocerse que Macri es el único de los líderes de Juntos por el Cambio que prefiere callar cuando se trata de cuestiones internas. Calla en público, porque está muy activo en las gestiones para acercar posiciones entre sus aliados. De cualquier forma, esa coalición está necesitando, casi de manera urgente, un liderazgo y un discurso común, que termine con los librepensadores.
Falta todavía un año para la primera ronda de las elecciones presidenciales. Es común que a los que esperan lo inevitable los sorprenda lo inesperado. A la historia le gusta jugar con esos sobresaltos.
Con información de
La Nación