La COVID-19 persistente es peligrosa. Pero tampoco debe detener tu vida
Por:
Ross Douthat
Miércoles 01 de
Junio 2022
Desde que la ola inicial de ómicron decreció y la inflación remplazó a la COVID-19 en los titulares, el debate sobre la reapertura se ha resuelto en gran medida a favor de quienes abogan por la reapertura.
Pero el debate sobre la sensatez de la reapertura y del abandono del uso de las mascarillas no ha desaparecido. A medida que los casos de COVID-19 aumentan otra vez, todavía hay un electorado que piensa que demasiada normalidad es un error de salud pública.
Últimamente, este electorado ha cambiado un poco su enfoque, de los peligros de muerte (disminuidos por la vacunación y la inmunidad) al peligro de la COVID-19 persistente o prolongada, el tipo crónico y potencialmente debilitante de esa enfermedad. En un ensayo reciente del Washington Post, el experto en políticas de salud Ezekiel Emanuel escribió que “una posibilidad de entre 33” de presentar síntomas prolongados de COVID-19 (suponiendo que, para los vacunados, un grupo que incluye al propio Emanuel, cerca del 3 por ciento de las infecciones por COVID-19 se vuelven crónicas) aún basta para que el experto siga usando una máscara N95 y se mantenga fuera de restaurantes cerrados y de trenes y aviones tanto como sea posible.
Como admite Emanuel, hay mucha incertidumbre en torno a la COVID-19 persistente. Al igual que con muchos problemas, también hay un efecto de conglomeración intelectual notable: es más probable que las personas que aún están a favor de las restricciones pandémicas enfaticen sus peligros, mientras que los escépticos del uso de la mascarilla y de las restricciones parecen más propensos a sospechar que es una especie de hipocondría de los demócratas.
Soy, desde que las vacunas se hicieron disponibles de manera general, una paloma pandémica que felizmente se arrancó la máscara una vez que los aviones dejaron de requerir su uso, lo que debería prepararme para el escepticismo sobre la COVID-19 persistente. Pero al mismo tiempo, también tengo un conocimiento considerable sobre las enfermedades crónicas y sus controversias, basado en una experiencia personal, lo que me convirtió en un creyente de la COVID-19 persistente desde el principio: su alcance es incierto, pero es claramente real y, a menudo, terrible.
Es una pregunta interesante, y me inspiró a hacer algunos cálculos matemáticos sobre un tipo diferente de riesgo: el riesgo que corre mi familia al seguir viviendo en Connecticut, un semillero de la enfermedad de Lyme, mi propio visitante crónico no deseado.
Las estimaciones de la frecuencia con la que la enfermedad de Lyme se vuelve crónica oscilan entre el 5 y el 20 por ciento de los casos. Digamos que es un 12 por ciento y obtendrás un riesgo cuatro veces mayor que la estimación del 3 por ciento que hizo Emanuel para la COVID-19. Pero afortunadamente, la enfermedad de Lyme no se transmite por el aire, por lo que el riesgo de contraerla es mucho menor en primer lugar. Si la COVID-19 endémica termina pareciéndose a la gripe, las posibilidades de contraerla en un año determinado podrían ser de 1 en 5 y 1 en 20, mientras que tus posibilidades de contraer Lyme son más como 1 en 700.
¡Pero! Aquí en Connecticut, la incidencia es al menos tres veces mayor que el promedio nacional en Estados Unidos, y además hay seis personas en mi hogar por las que debo preocuparme. Por lo tanto, las probabilidades de que cualquiera de nosotros se infecte en un año podría estar cerca de 1 en 40. Combina esa cifra familiar —tal vez un pequeño engaño estadístico, pero definitivamente me preocupo más por mis hijos que por mí mismo— con las probabilidades algo más altas de que la enfermedad de Lyme se convierta en crónica, y nuestros riesgos están en el mismo escenario general que los riesgos de la COVID-19 persistente, los mismos que Emanuel considera inaceptablemente altos.
Dicho esto, tomamos precauciones: ya no vivimos en la casa de campo que parece salida de un relato de Stephen King y donde estuvimos bajo el influjo de lo los poderes sobrenaturales de Nueva Inglaterra; revisamos a nuestros hijos en busca de garrapatas; estamos muy atentos a posibles signos de infección. Pero también llevamos una vida bastante normal en Connecticut: caminatas, naturaleza, peligro, a pesar de mi terrible experiencia.
Tal vez esto sea una locura y deberíamos habernos mudado a Arizona. Pero la lección que aprendí de mi conocimiento adquirido por la enfermedad de Lyme es que los padecimientos crónicos causados por infecciones pueden ser tan comunes que llevar cualquier tipo de vida normal es exponerse al riesgo.
Por ejemplo, tenemos nueva evidencia que sugiere que la esclerosis múltiple está relacionada con el virus de Epstein-Barr que es extremadamente común; las estimaciones de casos de esclerosis múltiple en Estados Unidos oscilan entre 400.000 y poco menos de 1 millón. Asimismo, el síndrome de fatiga crónica bien puede desencadenarse por infecciones virales; las estimaciones de sus víctimas alcanzan los 2,5 millones. Comiéncese a contar la miríada de otros padecimientos crónicos que podrían tener alguna raíz infecciosa, y podrían justificar el nivel de precaución de Emanuel solo con base en las amenazas anteriores a la COVID-19.
Pero no es así como la civilización humana, por lo general, se ha enfrentado a los peligros crónicos. Tomamos precauciones inusuales durante brotes inusualmente mortales, pero cuando los peligros son prolongados, buscamos formas de tratar y curar mientras intentamos vivir nuestras vidas con la mayor normalidad posible. No vemos imágenes del pasado, en un tribunal o alguna cafetería del siglo XVIII, cuando los riesgos de enfermedades infecciosas eran mayores que cualquier cosa que conocemos, y decimos: “¿Por qué esas personas no usan mascarillas? ¿Por qué tuvieron que salir de la casa?”.
Una enfermedad crónica es un gran flagelo que la COVID-19 persistente ha ayudado a sacar a la luz y que clama por un mejor diagnóstico y un mejor tratamiento. Pero hacer los cálculos y conocer el peligro no me impedirá mostrar mi rostro en los aviones y en los restaurantes o que mis hijos caminen, con cuidado, espero, en los parques estatales de Connecticut.
Últimamente, este electorado ha cambiado un poco su enfoque, de los peligros de muerte (disminuidos por la vacunación y la inmunidad) al peligro de la COVID-19 persistente o prolongada, el tipo crónico y potencialmente debilitante de esa enfermedad. En un ensayo reciente del Washington Post, el experto en políticas de salud Ezekiel Emanuel escribió que “una posibilidad de entre 33” de presentar síntomas prolongados de COVID-19 (suponiendo que, para los vacunados, un grupo que incluye al propio Emanuel, cerca del 3 por ciento de las infecciones por COVID-19 se vuelven crónicas) aún basta para que el experto siga usando una máscara N95 y se mantenga fuera de restaurantes cerrados y de trenes y aviones tanto como sea posible.
Como admite Emanuel, hay mucha incertidumbre en torno a la COVID-19 persistente. Al igual que con muchos problemas, también hay un efecto de conglomeración intelectual notable: es más probable que las personas que aún están a favor de las restricciones pandémicas enfaticen sus peligros, mientras que los escépticos del uso de la mascarilla y de las restricciones parecen más propensos a sospechar que es una especie de hipocondría de los demócratas.
Soy, desde que las vacunas se hicieron disponibles de manera general, una paloma pandémica que felizmente se arrancó la máscara una vez que los aviones dejaron de requerir su uso, lo que debería prepararme para el escepticismo sobre la COVID-19 persistente. Pero al mismo tiempo, también tengo un conocimiento considerable sobre las enfermedades crónicas y sus controversias, basado en una experiencia personal, lo que me convirtió en un creyente de la COVID-19 persistente desde el principio: su alcance es incierto, pero es claramente real y, a menudo, terrible.
Es una pregunta interesante, y me inspiró a hacer algunos cálculos matemáticos sobre un tipo diferente de riesgo: el riesgo que corre mi familia al seguir viviendo en Connecticut, un semillero de la enfermedad de Lyme, mi propio visitante crónico no deseado.
Las estimaciones de la frecuencia con la que la enfermedad de Lyme se vuelve crónica oscilan entre el 5 y el 20 por ciento de los casos. Digamos que es un 12 por ciento y obtendrás un riesgo cuatro veces mayor que la estimación del 3 por ciento que hizo Emanuel para la COVID-19. Pero afortunadamente, la enfermedad de Lyme no se transmite por el aire, por lo que el riesgo de contraerla es mucho menor en primer lugar. Si la COVID-19 endémica termina pareciéndose a la gripe, las posibilidades de contraerla en un año determinado podrían ser de 1 en 5 y 1 en 20, mientras que tus posibilidades de contraer Lyme son más como 1 en 700.
¡Pero! Aquí en Connecticut, la incidencia es al menos tres veces mayor que el promedio nacional en Estados Unidos, y además hay seis personas en mi hogar por las que debo preocuparme. Por lo tanto, las probabilidades de que cualquiera de nosotros se infecte en un año podría estar cerca de 1 en 40. Combina esa cifra familiar —tal vez un pequeño engaño estadístico, pero definitivamente me preocupo más por mis hijos que por mí mismo— con las probabilidades algo más altas de que la enfermedad de Lyme se convierta en crónica, y nuestros riesgos están en el mismo escenario general que los riesgos de la COVID-19 persistente, los mismos que Emanuel considera inaceptablemente altos.
Dicho esto, tomamos precauciones: ya no vivimos en la casa de campo que parece salida de un relato de Stephen King y donde estuvimos bajo el influjo de lo los poderes sobrenaturales de Nueva Inglaterra; revisamos a nuestros hijos en busca de garrapatas; estamos muy atentos a posibles signos de infección. Pero también llevamos una vida bastante normal en Connecticut: caminatas, naturaleza, peligro, a pesar de mi terrible experiencia.
Tal vez esto sea una locura y deberíamos habernos mudado a Arizona. Pero la lección que aprendí de mi conocimiento adquirido por la enfermedad de Lyme es que los padecimientos crónicos causados por infecciones pueden ser tan comunes que llevar cualquier tipo de vida normal es exponerse al riesgo.
Por ejemplo, tenemos nueva evidencia que sugiere que la esclerosis múltiple está relacionada con el virus de Epstein-Barr que es extremadamente común; las estimaciones de casos de esclerosis múltiple en Estados Unidos oscilan entre 400.000 y poco menos de 1 millón. Asimismo, el síndrome de fatiga crónica bien puede desencadenarse por infecciones virales; las estimaciones de sus víctimas alcanzan los 2,5 millones. Comiéncese a contar la miríada de otros padecimientos crónicos que podrían tener alguna raíz infecciosa, y podrían justificar el nivel de precaución de Emanuel solo con base en las amenazas anteriores a la COVID-19.
Pero no es así como la civilización humana, por lo general, se ha enfrentado a los peligros crónicos. Tomamos precauciones inusuales durante brotes inusualmente mortales, pero cuando los peligros son prolongados, buscamos formas de tratar y curar mientras intentamos vivir nuestras vidas con la mayor normalidad posible. No vemos imágenes del pasado, en un tribunal o alguna cafetería del siglo XVIII, cuando los riesgos de enfermedades infecciosas eran mayores que cualquier cosa que conocemos, y decimos: “¿Por qué esas personas no usan mascarillas? ¿Por qué tuvieron que salir de la casa?”.
Una enfermedad crónica es un gran flagelo que la COVID-19 persistente ha ayudado a sacar a la luz y que clama por un mejor diagnóstico y un mejor tratamiento. Pero hacer los cálculos y conocer el peligro no me impedirá mostrar mi rostro en los aviones y en los restaurantes o que mis hijos caminen, con cuidado, espero, en los parques estatales de Connecticut.
Con información de
nytimes